Publicado en Fuentes, Revista de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional de Bolivia, Año 14- Volumen 9, Nro.41, diciembre de 2015.
Orlando Rincones
Luego de 300 años de luchas y sacrificios en pos de la libertad, el primer cuarto del siglo XIX presentaba un panorama auspicioso para la causa republicana en América del Sur. Los triunfos de las armas patriotas en Maypú (1817), Boyacá (1819), Carabobo (1821) y Pichincha (1822), junto a la declaratoria de la independencia del Perú (1821), hacían presagiar que el largo camino de la emancipación estaba por llegar a su fin. Sin embargo, en la práctica, el contexto local e internacional imponía permanentes y nuevos desafíos que no serían fáciles de superar, ni siquiera para experimentados jefes como Bolívar y San Martín.
A los múltiples problemas
económicos, políticos y sociales que socavaban la estabilidad de nuestras
recién establecidas repúblicas, se sumaba la peligrosa presencia en el sur del
Perú del Virrey José de La Serna e Hinojosa y su poderoso ejército de 20.000
hombres, bien organizados y mejor preparados, dirigidos por una corte de
brillantes y experimentados oficiales europeos, veteranos todos de la guerra
hispano-francesa. Dos expediciones militares enviadas por el Gobierno de Lima
hacia los Puertos Intermedios del Perú (1822 y 1823) fueron aniquiladas por
esta maquinaria militar. En medio de este contexto, en el Alto Perú (Charcas),
el fanático general realista Pedro Antonio Olañeta se empeñaba en mantener
erguidas las banderas del absolutismo español, pese a la heroica resistencia de
las guerrillas patriotas (1809-1825) y a su particular confrontación con La
Serna. Si a este delicado entorno local sumamos la presencia española en Cuba y
Puerto Rico, así como la reposición en el trono español de Fernando VII (1823),
era claro que la libertad constituía para los americanos un logro aún no
consolidado.
No obstante las dificultades,
el golpe decisivo de la epopeya independentista americana no tardaría en
llegar. El 9 de diciembre de 1824, en la inmortal Pampa de Ayacucho, se
libraría la confrontación definitiva entre la libertad y la esclavitud, entre
la barbarie y la civilización: la Batalla
de Ayacucho, épica gesta militar que conquistaría, de una vez y para
siempre, el sagrado trofeo de la libertad y la dignidad de un continente.
Luego de vencer obstáculos y
dificultades de todo tipo, desde las sucesivas traiciones de los presidentes
peruanos Riva Agüero y Torre Tagle hasta los aprietos que imponía la abrupta
topografía andina, ese clásico 9 de diciembre de 1824, el general Sucre y 5.780
bravos del Ejército Unido Libertador asisten a su particular cita con la gloria. Su ejército, conformado por
un amplio mosaico de nacionalidades, era muy inferior en número y equipos al
Ejército de La Serna, pero eso poco pareció importar a los “hijos de la gloria”, como los llamaría Bolívar, América estaba
decidida a ser libre y sólo cuatro horas de encarnizado combate fueron
suficientes para sellar la libertad del país de los incas y la independencia de
toda América del Sur.
La victoria patriota fue
aplastante, en poder del Ejército Libertador quedaron 2 Tenientes Generales (La Serna y Canterac), 4
Mariscales de Campo, 10 Generales de Brigada, 16 Coroneles, 68 Tenientes
Coroneles, 484 jefes y oficiales, 6.000 efectivos de tropa y todas las
posesiones españolas en el Perú. Pese a ello, Sucre, el hidalgo guerrero que no
conoce la victoria sin la clemencia, concede una honrosa capitulación al rival
vencido, misma que constituye hasta hoy día el monumento más grande de
clemencia y humanidad aplicada a la guerra.
Sepultado el poderío bélico
español en Ayacucho, sólo restaba resolver el destino de las provincias del
Alto Perú para garantizar la paz y la estabilidad política en la región. Conocedor
desde años atrás del sentimiento autonomista altoperuano, el general Sucre había
concebido, antes de Ayacucho, la idea de convocar una Asamblea Deliberante para
que fueran los propios altoperuanos los que decidieran su destino. En ese
sentido, el primero de enero de 1825, desde su Cuartel General en Cuzco, el
general Sucre hace conocer a las municipalidades de La
Paz, Cochabamba, Chuquisaca y Potosí que cruzará el río Desaguadero con 10.000
bravos del Ejército Unido Libertador, aclarando que “el ejército no lleva a esos países la menor aspiración: sus armas no
se ocuparán sino de garantir su libertad; les dejaremos su más amplio y absoluto
albedrío para que resuelvan sobre si lo que gusten”.
A esta extensa comunicación,
que también dirige al coronel Arraya en Oruro y al General Aguilera en Santa
Cruz, Sucre anexa copia de la Capitulación de Ayacucho con lo cual logra, sin
disparar un solo cartucho, que las guarniciones de Cochabamba (14-1), Valle
Grande (12-2), Santa Cruz (14-2), Chuquisaca (22-2) y Cotagaita (30-3) abracen
la causa libertaria.
El 6 de agosto de 1825 se coloca el broche de oro a
la gesta independentista americana, nace una nueva nación: Bolivia, la cual
viene al mundo libre “coronada con los laureles de Ayacucho” y como
tributo perpetuo al campeón de la independencia americana.